Fotos

16 de juliol 2005

...i algunes paraules.


«O bella inconeguda qui ets menuda i audaç
i que sense companya t’arrisques a la platja;»

Cançó de l'amor efímera (Joan Salvat Papasseit)



«The tears she shed
fell on the gold coins.»

Dolls
(Takeshi Kitano, 2002)




«El suro viu en una ganyota perpètua prou justificada.
No ens estranyi, doncs, el seu posat dramàtic.»
L'alzina surera (Josep Mª Espinàs)




«hi ha un temps de cants entre les fulles»
Signes (Albert Ràfols-Casamada)



«Mace ha ganado 4 a 3. Era el titular del periódico con el que
envolví a mi hijo. Era mi jugador de baseball favorito.»
Bloodbrothers (Robert Mulligan, 1978)



«Mira: jo sóc una paret.»
(Joan Vinyoli)




«...només silenci entre les branques dels arbres morts»
(El museu dels arbres morts, Sangtraït)


[ Càmera: mòbil Sony-Ericsson K610i 2MP ]




Bobor (traducción)

Càmera super 8Hoy le he visto. Era él, estoy seguro: Bobor. Le he reconocido al instante, a pesar de los muchos años que han pasado desde la última vez que le vi. Esta mañana mi mujer me había dado la noticia de que esperábamos un hijo y había decidido ir a pie al trabajo. Paseaba distraídamente mi felicidad por el Passeig de Gràcia cuando me he detenido frente a Vinçon y le he visto reflejado en el cristal del escaparate. Me he dado la vuelta en seguida hacia el, pero sólo he sido capaz de exclamar ¡Bobor! y seguirlo con la mirada mientras se alejaba calle abajo. De vez en cuando se giraba y me miraba sorprendido y algo asustado, hasta que se lo ha tragado la multitud.

Pensándolo con calma, es lógico que no se haya detenido: evidentemente no debe llamarse Bobor. Recuerdo que el nombre se lo puso mi hermana pequeña en uno de aquellos momentos de inspiración ingenua que tienen los niños. A todo el mundo le pareció gracioso y quedó bautizado sin más discusión.

Inevitablemente, el encuentro inesperado de hoy me ha llevado a recordar las tardes de domingo de mi infancia, cuando nos reuníamos toda la familia delante de la pantalla para ver las películas en súper 8 filmadas por mis abuelos y padres durante les vacaciones, o las imágenes tomadas a toda prisa en las salidas de fin de semana. Los mayores se sentaban en el sofá y los pequeños nos tumbábamos en el suelo, con una gran rebanada de pan y una porción minúscula de chocolate. Cuando empezaba la película todos callábamos y por unos momentos sólo se oía el sonido del proyector. A medida que pasaba el rato los comentarios, en voz muy baja al principio, se iban haciendo más evidentes. Entonces empezaban las conversaciones, después los chistes, las bromas y venían las sonrisas a acompañarnos en la oscuridad del salón. Pero el momento más esperado por todos, el que era saludado con gritos de alegría y risas desatadas de mayores y pequeños era sin lugar a dudas la aparición de Bobor.

Pero ¿quien era Bobor? Nadie lo sabía, pero por algún misterio indescifrable aquel personaje aparecía, en un momento u otro, en todas las películas familiares. Se le veía cruzando la calle detrás de mis padres aquella mañana filmada en Camprodon, se mostraba fugazmente delante la cascada de Sant Miquel del Fai, pasaba caminando tranquilamente detrás nuestro en la playa de Sant Pere Pescador y se le veía pescando sobre una roca mientras buscábamos cangrejos en el río Forners. En una escena muy celebrada aparecía justo al lado de la mi abuela en un puesto de fruta del mercado de Vic, y en otra película se paseaba con pantalones cortos y gafas de sol por el teatro romano de Mérida. También tenía apariciones estelares en la película del viaje de mis abuelos a Ávila y en el que hicieron mucho más tarde a Galicia. Se le podía ver sentado en las escaleras de la catedral de Palma en el viaje de novios de mis padres y comiendo en la mesa de al lado en una excursión que hicimos toda la familia a Montserrat. Su misteriosa aparición bajo la torre Eiffel provocó cierta controversia durante un tiempo, porque era una imagen lejana y no se distinguía bien, pero con el tiempo acabamos dando por seguro de que se trataba de él. En cambio, su imagen con una camisa estampada y pantalones de pata de elefante interponiéndose entre la cámara y mi madre ante el Coliseo de Roma era tan nítida que no dejaba lugar a dudas, y los gritos de ¡Bobor, Bobor! ya instantes antes de que apareciera se debían escuchar desde todo el vecindario. Cuando proyectábamos una película inédita estábamos más pendientes de apresar su imagen que de vernos a nosotros mismos en la pantalla.

Ahora que sigo tirando del hilo de la memoria vuelvo a recordar el día en que Bobor adquirió su nombre, y con él la condición de miembro virtual de la familia. Era una filmación que había hecho mi abuelo una mañana de sábado, en verano, en que mis hermanos y yo saltábamos y reíamos yendo de una atracción a otra en el Tibidabo. Ya la habíamos proyectado varias veces sin descubrir en ella la presencia del personaje misterioso y habíamos acabado por aceptar, paradójicamente, que aquella película era una rareza. Pero en una de las proyecciones, mientras veíamos el largo plano de un autómata que ordenaba piezas en unos cajones protegido por una vitrina, mi hermanita le descubrió en el reflejo del cristal: allí estaba, de pié, justo detrás mío, absorto como nosotros por la destreza mecánica del ingenio. ¡Bobor!, chilló. El reflejo de la piel pálida de su rostro hirsuto, la boca abierta dejando entrever unos dientes pequeños y oscuros y los ojos hundidos le daban un aire de espectro que me provocaba angustia y miedo. Instantes después, en un gesto que solo yo parecía percibir, Bobor posaba su mano tiernamente en mi hombro y mis temores se desvanecían.


Crecemos, y al crecer aprendemos a clasificar todo aquello que recordamos. Mecánicamente, como el autómata del Tibidabo, metemos la infancia en una caja polvorienta medio olvidada a la buhardilla, guardamos los amores de juventud en la cómoda de la habitación cerrada y los recuerdos de la madurez en un estante del comedor. Descuidadamente, dejamos los recuerdos recientes sobre el mueble del recibidor, junto a las llaves del piso. Y esperamos, esperamos legítimamente que sea este un orden inmutable, que hallaremos todo aquello que hemos sido allí donde lo dejamos y que nada ni nadie lo alterará. Pero ahora Bobor, quien sabe si empujado por su naturaleza descarnada y etérea, había abierto la caja polvorienta de la buhardilla y había dejado salir las risas de aquellos niños felices en la playa, las tertulias incompresibles en la barbería de Aleix, las paellas a la orilla del río, el sonido de la flauta de pan del afilador y la tómbola ambulante de los domingos en la plaza del pueblo. Fuera mortal o sueño, humano, dios o espectro, había viajado por los compartimentos de la memoria, saltando sobre el tiempo y traspasando mundos que hasta ahora creía estancos para aterrizar sobre el mueble del recibidor.

Hoy mismo me compraré una cámara; quiero tenerlo todo a punto cuando nazca mi hijo.

Traducción Suo Tempore IV

La Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito

EscritoUn sueño me despertó de madrugada, cuando todo estaba a oscuras. Había sido un sueño muy bonito y yo todavía tenía una sonrisa en los labios. Pensé que tenía que escribirlo para hacer con ello un cuento, pero me quedé profundamente dormido y cuando al alba me desperté de nuevo todo se me había ido de la cabeza.

Entonces me acordé de la Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito. Cuando me hablaban de ella los viejos del lugar yo reía, incrédulo, pensando que solo era una leyenda. Pero en aquella mañana quieta y brumosa emprendí el viaje a la búsqueda de mi cuento desvanecido.

Ningún camino conducía a la Casa De Les Palabras Que No Hemos Escrito. Con el sol siempre a la espalda fui hacia los campos del valle y después hacia los bosques de las montañas y atravesé ríos y torrentes y la nieve me heló los pies descalzos. El sol se acababa de poner cuando divisé la Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito sobre un pequeño cerro.

Era una casa hecha de piedras oscuras y de ventanas muy pequeñas. En el tejado de pizarra los canales de desagüe acababan en gárgolas en forma de libro abierto y en la entrada, iluminadas por una luz chispeante muy blanca, había dos estatuas de mármol que representaban a Eurídice y Perséfone. En medio de ellas, tras una mesa de cristal y con expresión grave, me esperaba el Guardián de la Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito.

Era un hombre muy viejo, con una barba larga y canosa. Tras sus gafas redondas, unos ojos pequeños y claros me observaban con curiosidad. “¿Qué queréis?”, me preguntó. “Busco un cuento que no he escrito”, le respondí con voz temblorosa. “Habéis venido al lugar adecuado”, me dijo el Guardián, y añadió: “¿Cuando lo teníais que haber escrito?”. Su voz de había vuelto dulce y yo contesté con firmeza: “Anoche”. “Muy bien. Lo encontraréis en vuestra Caja de Palabras Que No Habéis Escrito, pero recordad que sólo podréis ver el cuento que habéis escogido”. Girando los ojos me indicó una puerta al final de la gran sala y hacia ella me dirigí.

En la Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito había miles y miles de cajas en unas librerías altísimas. Las cajas eran de cristal y las había de todos los tamaños; unas parecían baúles y otras eran pequeñas como cajas de zapatos para bebé. En cada una había un nombre grabado y de dentro salía una luz pálida que era la que iluminaba las salas. Parecía imposible encontrar la caja que llevaba mi nombre, pero por algún motivo yo caminaba con la seguridad de quien conoce un camino que ha hecho muchas veces. Así, guiado por una lógica que acababa de descubrir, atravesé salas, pasadizos, puertas y escaleras hasta encontrar la caja en el lugar donde debía estar.

Mi caja era de tamaño mediano. Había muchos papeles dentro, amarillentos los primeros y de un blanco resplandeciente los últimos. Aunque el Guardián me había dicho que solo podría leer el cuento escogido, tomé algunas hojas al azar para descubrir qué decían pero, a pesar de que reconocía en ellas mi letra, parecían estar escritas en una lengua desconocida.

Cuando cogí la última hoja la luz que desprendía la caja se volvió más intensa y yo, como un niño que ha seguido una hilera de hormigas hasta encontrar su nido, me senté en el suelo para leer mi cuento. Comenzaba así: “Un sueño me despertó de madrugada, cuando todo estaba a oscuras. Había sido un sueño muy bonito y yo todavía tenía una sonrisa en los labios. Pensé que tenía que escribirlo para hacer con ello un cuento, pero me quedé profundamente dormido y cuando al alba me desperté de nuevo todo se me había ido de la cabeza...”

Traducción Bestiarium III

Las horas y los perros

Perros ladrando. Pablo SiebelOscurece. A los perros del solar de enfrente hoy les ha dado por ladrar. Yo observo la calle desde mi balcón mientras los perros ladran sin descanso, a veces al unísono y otras veces alternándose. No parecen ladrar contra nada, solo ladran porque sí. Cuando se iluminan las farolas enciendo un cigarrillo y los perros me descubren, pero rápidamente dirijen sus lamentos hacia un niño en bicicleta que pasa por la acera.

De una de las casas de enfrente aparece un vecino que mira a ambos lados de la calle desde su portal y luego les lanza una piedra. Falla el tiro, pero uno de los canes se acerca al proyectil y empieza a olisquearlo, mientras el otro sigue aullando ajeno al peligro. Una segunda piedra lanzada con saña casi le da, pero la esquiva habilmente sin dejar de ladrar. El vecino se retira a su casa levantado el brazo con la palma extendida y mascullando palabras que no entiendo.

Al poco rato aparece la vecina del primero. Mira a los perros y les susurra "ssssst, no gritéis tanto". Se queda ahí unos segundos, o tal vez unos minutos, hasta que se da la vuelta lentamente arrastrando las zapatillas y vuelve a entrar en su casa, cerrando la puerta del balcón tras de sí mientras se sujeta la bata con una mano. Los perros siguen con su charla.

Y a mi, que no tengo nada mejor que hacer, me ha dado por pensar en mis vecinos. Me imagino al señor de la casa de al lado, sentado en el sofá con los puños cerrados con fuerza. Mira de reojo de vez en cuando a su jardín buscando más piedras, sube el volumen de la tele, cierra las ventanas, intenta recordar si hay en casa algún veneno, grita algo a su mujer, maldice... casi creo que lo estoy oyendo entre el ruido de los coches y los ladridos.

La vecina del primero estará sentada en su mecedora, con las zapatillas a medio quitar y la bata desabrochada. Vive sola, así que habrá tomado una cena frugal y ahora mirará un rato la tele sin importarle demasiado nada de lo que vea. Le está entrando sueño, como cada día a esta hora apacible, y los ladridos ya son solo un murmullo lejano y monótono que acompaña el leve chirriar de la mecedora.

Ya ha oscurecido. No hay luna en el cielo y a los perros les ha dado por irse a dormir.