La Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito
Un sueño me despertó de madrugada, cuando todo estaba a oscuras. Había sido un sueño muy bonito y yo todavía tenía una sonrisa en los labios. Pensé que tenía que escribirlo para hacer con ello un cuento, pero me quedé profundamente dormido y cuando al alba me desperté de nuevo todo se me había ido de la cabeza.
Entonces me acordé de la Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito. Cuando me hablaban de ella los viejos del lugar yo reía, incrédulo, pensando que solo era una leyenda. Pero en aquella mañana quieta y brumosa emprendí el viaje a la búsqueda de mi cuento desvanecido.
Ningún camino conducía a la Casa De Les Palabras Que No Hemos Escrito. Con el sol siempre a la espalda fui hacia los campos del valle y después hacia los bosques de las montañas y atravesé ríos y torrentes y la nieve me heló los pies descalzos. El sol se acababa de poner cuando divisé la Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito sobre un pequeño cerro.
Era una casa hecha de piedras oscuras y de ventanas muy pequeñas. En el tejado de pizarra los canales de desagüe acababan en gárgolas en forma de libro abierto y en la entrada, iluminadas por una luz chispeante muy blanca, había dos estatuas de mármol que representaban a Eurídice y Perséfone. En medio de ellas, tras una mesa de cristal y con expresión grave, me esperaba el Guardián de la Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito.
Era un hombre muy viejo, con una barba larga y canosa. Tras sus gafas redondas, unos ojos pequeños y claros me observaban con curiosidad. “¿Qué queréis?”, me preguntó. “Busco un cuento que no he escrito”, le respondí con voz temblorosa. “Habéis venido al lugar adecuado”, me dijo el Guardián, y añadió: “¿Cuando lo teníais que haber escrito?”. Su voz de había vuelto dulce y yo contesté con firmeza: “Anoche”. “Muy bien. Lo encontraréis en vuestra Caja de Palabras Que No Habéis Escrito, pero recordad que sólo podréis ver el cuento que habéis escogido”. Girando los ojos me indicó una puerta al final de la gran sala y hacia ella me dirigí.
En la Casa De Las Palabras Que No Hemos Escrito había miles y miles de cajas en unas librerías altísimas. Las cajas eran de cristal y las había de todos los tamaños; unas parecían baúles y otras eran pequeñas como cajas de zapatos para bebé. En cada una había un nombre grabado y de dentro salía una luz pálida que era la que iluminaba las salas. Parecía imposible encontrar la caja que llevaba mi nombre, pero por algún motivo yo caminaba con la seguridad de quien conoce un camino que ha hecho muchas veces. Así, guiado por una lógica que acababa de descubrir, atravesé salas, pasadizos, puertas y escaleras hasta encontrar la caja en el lugar donde debía estar.
Mi caja era de tamaño mediano. Había muchos papeles dentro, amarillentos los primeros y de un blanco resplandeciente los últimos. Aunque el Guardián me había dicho que solo podría leer el cuento escogido, tomé algunas hojas al azar para descubrir qué decían pero, a pesar de que reconocía en ellas mi letra, parecían estar escritas en una lengua desconocida.
Cuando cogí la última hoja la luz que desprendía la caja se volvió más intensa y yo, como un niño que ha seguido una hilera de hormigas hasta encontrar su nido, me senté en el suelo para leer mi cuento. Comenzaba así: “Un sueño me despertó de madrugada, cuando todo estaba a oscuras. Había sido un sueño muy bonito y yo todavía tenía una sonrisa en los labios. Pensé que tenía que escribirlo para hacer con ello un cuento, pero me quedé profundamente dormido y cuando al alba me desperté de nuevo todo se me había ido de la cabeza...”
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