Hoy le he visto. Era él, estoy seguro: Bobor. Le he reconocido al instante, a pesar de los muchos años que han pasado desde la última vez que le vi. Esta mañana mi mujer me había dado la noticia de que esperábamos un hijo y había decidido ir a pie al trabajo. Paseaba distraídamente mi felicidad por el Passeig de Gràcia cuando me he detenido frente a Vinçon y le he visto reflejado en el cristal del escaparate. Me he dado la vuelta en seguida hacia el, pero sólo he sido capaz de exclamar ¡Bobor! y seguirlo con la mirada mientras se alejaba calle abajo. De vez en cuando se giraba y me miraba sorprendido y algo asustado, hasta que se lo ha tragado la multitud.
Pensándolo con calma, es lógico que no se haya detenido: evidentemente no debe llamarse Bobor. Recuerdo que el nombre se lo puso mi hermana pequeña en uno de aquellos momentos de inspiración ingenua que tienen los niños. A todo el mundo le pareció gracioso y quedó bautizado sin más discusión.
Inevitablemente, el encuentro inesperado de hoy me ha llevado a recordar las tardes de domingo de mi infancia, cuando nos reuníamos toda la familia delante de la pantalla para ver las películas en súper 8 filmadas por mis abuelos y padres durante les vacaciones, o las imágenes tomadas a toda prisa en las salidas de fin de semana. Los mayores se sentaban en el sofá y los pequeños nos tumbábamos en el suelo, con una gran rebanada de pan y una porción minúscula de chocolate. Cuando empezaba la película todos callábamos y por unos momentos sólo se oía el sonido del proyector. A medida que pasaba el rato los comentarios, en voz muy baja al principio, se iban haciendo más evidentes. Entonces empezaban las conversaciones, después los chistes, las bromas y venían las sonrisas a acompañarnos en la oscuridad del salón. Pero el momento más esperado por todos, el que era saludado con gritos de alegría y risas desatadas de mayores y pequeños era sin lugar a dudas la aparición de Bobor.
Pero ¿quien era Bobor? Nadie lo sabía, pero por algún misterio indescifrable aquel personaje aparecía, en un momento u otro, en todas las películas familiares. Se le veía cruzando la calle detrás de mis padres aquella mañana filmada en Camprodon, se mostraba fugazmente delante la cascada de Sant Miquel del Fai, pasaba caminando tranquilamente detrás nuestro en la playa de Sant Pere Pescador y se le veía pescando sobre una roca mientras buscábamos cangrejos en el río Forners. En una escena muy celebrada aparecía justo al lado de la mi abuela en un puesto de fruta del mercado de Vic, y en otra película se paseaba con pantalones cortos y gafas de sol por el teatro romano de Mérida. También tenía apariciones estelares en la película del viaje de mis abuelos a Ávila y en el que hicieron mucho más tarde a Galicia. Se le podía ver sentado en las escaleras de la catedral de Palma en el viaje de novios de mis padres y comiendo en la mesa de al lado en una excursión que hicimos toda la familia a Montserrat. Su misteriosa aparición bajo la torre Eiffel provocó cierta controversia durante un tiempo, porque era una imagen lejana y no se distinguía bien, pero con el tiempo acabamos dando por seguro de que se trataba de él. En cambio, su imagen con una camisa estampada y pantalones de pata de elefante interponiéndose entre la cámara y mi madre ante el Coliseo de Roma era tan nítida que no dejaba lugar a dudas, y los gritos de ¡Bobor, Bobor! ya instantes antes de que apareciera se debían escuchar desde todo el vecindario. Cuando proyectábamos una película inédita estábamos más pendientes de apresar su imagen que de vernos a nosotros mismos en la pantalla.
Ahora que sigo tirando del hilo de la memoria vuelvo a recordar el día en que Bobor adquirió su nombre, y con él la condición de miembro virtual de la familia. Era una filmación que había hecho mi abuelo una mañana de sábado, en verano, en que mis hermanos y yo saltábamos y reíamos yendo de una atracción a otra en el Tibidabo. Ya la habíamos proyectado varias veces sin descubrir en ella la presencia del personaje misterioso y habíamos acabado por aceptar, paradójicamente, que aquella película era una rareza. Pero en una de las proyecciones, mientras veíamos el largo plano de un autómata que ordenaba piezas en unos cajones protegido por una vitrina, mi hermanita le descubrió en el reflejo del cristal: allí estaba, de pié, justo detrás mío, absorto como nosotros por la destreza mecánica del ingenio. ¡Bobor!, chilló. El reflejo de la piel pálida de su rostro hirsuto, la boca abierta dejando entrever unos dientes pequeños y oscuros y los ojos hundidos le daban un aire de espectro que me provocaba angustia y miedo. Instantes después, en un gesto que solo yo parecía percibir, Bobor posaba su mano tiernamente en mi hombro y mis temores se desvanecían.
Crecemos, y al crecer aprendemos a clasificar todo aquello que recordamos. Mecánicamente, como el autómata del Tibidabo, metemos la infancia en una caja polvorienta medio olvidada a la buhardilla, guardamos los amores de juventud en la cómoda de la habitación cerrada y los recuerdos de la madurez en un estante del comedor. Descuidadamente, dejamos los recuerdos recientes sobre el mueble del recibidor, junto a las llaves del piso. Y esperamos, esperamos legítimamente que sea este un orden inmutable, que hallaremos todo aquello que hemos sido allí donde lo dejamos y que nada ni nadie lo alterará. Pero ahora Bobor, quien sabe si empujado por su naturaleza descarnada y etérea, había abierto la caja polvorienta de la buhardilla y había dejado salir las risas de aquellos niños felices en la playa, las tertulias incompresibles en la barbería de Aleix, las paellas a la orilla del río, el sonido de la flauta de pan del afilador y la tómbola ambulante de los domingos en la plaza del pueblo. Fuera mortal o sueño, humano, dios o espectro, había viajado por los compartimentos de la memoria, saltando sobre el tiempo y traspasando mundos que hasta ahora creía estancos para aterrizar sobre el mueble del recibidor.
Hoy mismo me compraré una cámara; quiero tenerlo todo a punto cuando nazca mi hijo.
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